jueves, 9 de septiembre de 2010

hannah arendt: lo público y lo privado. (1) la antigüedad.

El pensamiento político de Hannah Arendt (1906-1975) contiene un supuesto histórico clave: la diferencia entre la antigüedad clásica europea y las épocas históricas subsecuentes consiste en una nítida diferenciación entre una esfera pública y una privada. La relación entre ellas estaba marcada tanto por la mutua exclusión como por la complementariedad. La distinción era tal que lo económico estaba relegado al ámbito privado, que a su vez era, fundamentalmente, el ámbito familiar-doméstico, mientras que lo público era eminentemente un espacio político. La época moderna supone el quiebre de esta distinción y la emergencia de lo social: el acaparamiento de la esfera pública por las tareas asociadas al proceso de reproducción de la vida natural. La emergencia de lo social supone la desaparición de lo privado como espacio resguardado de lo público y la constitución de un nuevo ámbito de repliegue: lo íntimo, cuya manifestación más pura se encuentra en la interioridad del sujeto individual. Esta deriva histórica tiene una exposición por extenso en su libro La Condición Humana (1958). Este enlace contiene una síntesis de su reconstrucción de la dicotomía público/privado en la antigüedad.

Lo público y lo privado en la antigüedad.

Para Arendt, la creación fundamental que debemos a la Grecia antigua fue la polis como un ámbito diferenciado de relaciones interhumanas marcado por la libertad y la igualdad. Esta creación estuvo acompañada por la concomitante segregación de un ámbito privado, cuya localización era la casa (oikos) y designaba al espacio familiar de una asociación natural originada para satisfacer las necesidades de producción y reproducción de la vida.

Esta distinción, con diferencia que dicen relación con la mayor riqueza y sofisticación de las relaciones propias de la vida privada, también existe en la cultura de la Roma antigua. En el latín clásico de Cicerón, actuar privatim significa no actuar como magistratus, e.d. investido de un poder emanado del pueblo, sino actuar como particular, en un terreno jurídico distinto a lo público, en la propia casa, aisladamente y no en el foro, ante los ojos de todos. Privatum designa los propios recursos, exentos del uso público, así como la propia casa. La res privata está in patrimonio, sometida al poder del pater familias que se ejerce en el ámbito espacial y jurídicamente cerrado del domus. Por lo mismo, lo que pertenece a este ámbito esta in commercio, puede ser intercambiado en el mercado. Lo privado es lo que escapa al poder del pueblo —publicus— y a la intrusión de la multitud. La res publica, abarca todo el campo de lo que pertenece a la colectividad y por eso es considerado extra commercium, imposible de trocar en el mercado.

1.1. LO PRIVADO

En el mundo clásico, pero también hasta cierto punto en el mundo germánico, la familia era considerada la “asociación natural” mediante la cual los hombres encaran los problemas emanados de las necesidades de lo proceso de la vida: alimentación, abrigo y reproducción. La compañía de la especie humana que se da en el contexto de la familia es así una imposición y una limitación al ser humano individual en virtud de sus necesidades animales. Las familias son, ante todo, unidades productivas, o más exactamente, lugares donde se llevan a cabo las labores necesarias para satisfacer tales las necesidades. Arendt distingue cuidadosamente entre trabajo y labor: la labor no es propiamente productiva, crea y mantiene las condiciones reproductivas que se agotan, deterioran y consumen en el corto plazo: por ello, la labor debe repetirse cíclicamente. Las organizaciones de labor que son las relaciones domésticas están fuertemente jerarquizadas y, en ellas, la violencia es legítima como forma de interacción. El jefe de familia tiene un poder despótico e incontestable sobre los esclavos y parientes.

El sentido de esta violencia debe entenderse correctamente: no apunta simplemente a la satisfacción de la necesidad para sobrevivir, sino para ser libre. Y como todo hombre está sometido a la violencia de la necesidad, todo hombre está autorizado a ejercerla para liberarse de ella. La esclavitud y la violencia tiene así una justificación como condición de la libertad: para producir libertad respecto de la naturaleza, para producir sujetos libres cuya principal actividad era la producción de lo humano más allá de la naturaleza. Al interior de la familia no opera la ley pública y ni siquiera tiene sentido hablar de justicia: funcionan la costumbre, y los vínculos personales de lealtad, la sumisión y el agradecimiento.

Lo privado tiene un carácter privativo respecto de lo público. Es aquella parte del mundo común que se requiere de modo apremiante en virtud de la necesidad. De aquí el sentido más básico de la propiedad privada: la posibilidad de disponer con cosas que son, originalmente, comunes, pero que son inútiles en absoluto a menos que estén a disposición inmediata de uno sólo. La propiedad privada significa tener un sitio de uno en alguna parte concreta del mundo común. Esto significa, además, que la pertenencia a una comunidad política y la condición de propietario privado son concomitantes. Carecer de un lugar privado propio, de una casa, significaba dejar de participar de los asuntos de la ciudad, era equivalente a dejar de ser humano. Pero la condición individual de propietario estaba también ligada a la condición de cabeza de familia, pues la propiedad privada era, en el fondo, familiar. Este sitio del mundo privadamente poseído estaba tan íntimamente ligado a la familia que lo poseía, que la expulsión de la comunidad suponía la destrucción real de las edificaciones que contenía. De este modo ser propietario y tener cubierta las necesidades de la vida significaba, por lo tanto, ser potencialmente una persona libre para trascender la propia vida y entrar en el mundo que todos tenemos en común. Por ello, riqueza y propiedad no eran en absoluto equivalentes. La riqueza no era sagrada ni condición de ingreso en la esfera pública. De hecho, en Roma, se podía llegar a ser un rico y prospero esclavo.

Lo privado de lo doméstico, en cuanto que privativo, era también lo que está sustraído a los ojos de todos. La distinción público/privado es igual a la distinción entre cosas que deben mostrarse y cosas que han de permanecer ocultas. Resulta sorprendente que, desde el comienzo de la historia hasta nuestros días, siempre haya sido la parte corporal de la existencia humana lo que ha necesitado mantenerse oculto en privado. Cosas todas relacionadas con la necesidad del proceso natural de la vida, que antes de la edad moderna abarcaban todas las actividades que servía para la subsistencia del individuo y para la supervivencia de la especie. Por ello, apartados dentro del cerco de lo privado estaban los trabajadores y los esclavos —quienes atendían con su esfuerzo físico y la destreza de sus manos las necesidades corporales de la vida— y las mujeres —quienes garantizaban con su cuerpo la supervivencia física de la especie. Mujeres y esclavos estaban en las mismas categorías no sólo por ser propiedad de alguien, sino porque su vida era laboriosa: dedicada a las funciones corporales. Todavía en la modernidad cuando el trabajo libre pierde su lugar oculto en lo privado de la familia, los trabajadores están apartados y segregados de la comunidad como si fueran delincuentes, tras altas paredes y bajo constante supervisión.

La creación de lo público supone un descubrimiento fundamental: la actividad de labor de uno sólo podía asegurar la manutención tanto del propio proceso vital como el de una pluralidad de otros seres humanos. Ello manifiesta la inmensa potencia productiva del hombre, potencia que se libera en la época moderna.

En la medida que albergaba ciertas actividades asociadas a la animalidad de lo humano, lo privado era también lo sagrado, en tanto que el lugar que acoge las cosas últimas: el nacimiento y la muerte. Lo privado se encarga de ocultar aquello que es por sí mismo “impenetrable al conocimiento humano”. Esta sacralidad no tenía que ver con un respeto a la ‘propiedad privada’ tal como lo entendemos nosotros. Lo sagrado de lo privado era, por eso, lo sagrado oculto, sustraído a los ojos de lo público, igual que la oscuridad del ‘inframundo’ desconocido del cual surgen y al retornan los mortales. Y esta represión y cerco inevitablemente se propagaba también a objetos y actividades asociadas al nacimiento y a la muerte: sangre, cadáveres, enfermedades, etc. en cuya exhibición pública, libre o sin control, se veía gran peligro, pues se los percibía portadores por extensión de un poder sobrehumano e incomprensible.

Dado este particular carácter sagrado, y el esfuerzo significativo por apartarlo de lo públicamente visible, se consideraba también que los límites y el cerco que circunscribía lo privado era sagrado. Su función era resguardar con claridad la separación radical del espacio privado respecto del resto del espacio. Los latinos adoraban a Terminus, dios del límite y los griegos tenías sus horoi theoi. Por ello, los antiguos tendía a pensar que estos límites que marcan, deslindan y protegen lo privado de lo privado y lo privado de lo público, eran originalmente espacios vacíos, “tierras de nadie”. Estas líneas fronterizas y espacios vacíos, que no son ni públicas ni privadas, son la primera figura de la “ley”: el nomos (de nemein: distribuir, dividir, apacentar, habitar). En la modernidad lo político se entiende como actividad legisladora, pero en la antigüedad es al revés: el nomos alberga y hace posible la acción y la política.

Dado este carácter oculto y asociado a la animalidad, vivir una vida privada por completo significa por encima de todo estar privado de cosas esenciales a una verdadera vida humana: estar privado de la realidad que proviene del ser visto y oído por los demás. Cualquier cosa que realiza el hombre privado carece de significado y consecuencia para los otros, y lo que le importa a él no interesa a los demás. Esta permite destacar que lo privado antiguo tiene un sentido privativo o defectivo: tiene que ver con “estar privado de” o exento de algo. El retraimiento sobre lo particular (idion, idion), pasar la vida con “uno mismo” y al margen del mundo, es necio, idiota. Quien no participaba en la esfera pública y pasaba su vida en privado, al igual que el esclavo, no era plenamente humano. El retraimiento del hombre libre un refugio temporal de su actividad pública.

Sin embargo, es necesario rescatar dos propiedades ‘positivas’ o ‘no-privativas’, si se quiere, de lo privado, tales que su desaparición implica un gran peligro de empobrecimiento de la vida humana:

a. La misma necesidad que, desde el punto de vista de la esfera pública sólo muestra su aspecto negativo como una carencia de libertad, posee una fuerza impulsora cuya urgencia no es equilibrada por los llamados “deseos” y “aspiraciones” más elevados del hombre. No sólo será siempre la primera y más fuerte de las necesidades y preocupaciones del hombre, sino que impedirá también la apatía y desaparición de la iniciativa que, de manera tan evidente, amenaza a las comunidades ricas de todo el mundo. Necesidad y vida están tan íntimamente relacionadas, que la propia vida se halla amenaza donde se elimina por completo la necesidad. La eliminación de la necesidad no establece automáticamente la libertad, sino que borra la diferencia entre libertad y necesidad, esencial para comprender el concepto de libertad.

b. Las paredes de lo privado ofrecen el único lugar seguro y oculto del mundo común público. No sólo de todo lo que ocurre en él, sino de su publicidad, de ser visto y oído. Una vida que transcurre exclusivamente en público, en presencia de otros, deviene superficial. Si retiene su visibilidad, ya no surge a la vista desde un lugar más oscuro, que ha de permanecer muy oculto, para no perder su profundidad, en sentido muy real y no subjetivo. El único modo eficaz de garantizar la oscuridad de lo que requiere permanecer oculto a la luz de la publicidad es la propiedad privada, lugar privadamente poseído para ocultarse.

El pleno desarrollo de la vida hogareña en un espacio interior y privado, se los debemos al extraordinario sentido político de los romanos que, a diferencia los griegos, nunca sacrificaron lo privado a lo público, sino que por el contrario, comprendieron que estas dos esferas sólo podían existir mediante la coexistencia. Para un esclavo, se solía considerar, la casa del dueño era lo que las res pública para los ciudadanos. Ellos podían incluso enriquecerse y educarse —pero ello no los autorizaba a formar parte del espacio público.

1.2. LO PÚBLICO

Los individuos ya libres de las necesidades y exigencias de la propia vida en cuanto que vida animal podían dedicarse a construir, por sobre tal vida, una existencia individual. Quienes se encontraban en esa situación podían ocuparse de cosas “bellas”, cosas que no eran necesarias ni útiles.[1] Cosas de las cuales interesaba primordialmente su apariencia, su ser manifiesto.

Lo fundamental es que los antiguos no consideraban que la libertad pudiera darse dentro de la relación de dominación propia de las actividades que tienen lugar en la esfera familiar-privada. La satisfacción de las necesidades vitales era una condición de la libertad. Por ello, libres eran, en su sentido primordial, quienes no estaban sometidos a la necesidad natural ni a la violencia o mando de otros hombres, propia de la vida doméstica. Pero ello no significaba la soledad: de hecho, esta es una de las intuiciones más fundamentales de los griegos. Ser libre suponía necesariamente relacionarse con otros en condiciones de igualdad —aunque esto significaba de modo explícito la exclusión de los desiguales. Esta forma de relación humana caracterizaba al ámbito de la polis, de lo público.

Lo público-político en la antigüedad, al contrario del concepto actual, no tiene nada que ver con relación entre gobernantes y gobernados. Luego, la “igualdad” era una noción —una experiencia— vinculada, antes que con la justicia, con la libertad. La libertad no era así un fenómeno anterior a la participación en el espacio público. La importancia de la vida política como forma de existencia propiamente humana —a diferencia de la vida teórica— tiene que ver esencialmente con su carácter común, con el hecho de darse entre los hombres. Al decir de Aristóteles, no es propio de los hombres vivir en soledad: quien puede apartarse de la compañía de sus congéneres es un Dios o un animal. De ahí que la vida política consistiera, esencialmente, en la creación y recreación de un mundo de asunto humanos, de un ámbito de relaciones humanas que trasciende la familia y el clan: el ámbito de lo público.

Lo público en cuanto que polis es una forma de interacción construida por los seres humanos donde se ha excluido de adrede todo vínculo surgido de la necesidad de conservar el proceso biológico vital. Esta separación, debe notarse, es mucho más acentuada en la cultura griega clásica. La ciudad vino a destruir toda organización social basada en el parentesco (gens, clan o tribu) y la creación de la polis supuso que los dioses de la ciudad (los dioses del Olimpo) fueran distintos y superiores a los dioses familiares. La “vida política” es así una “especie de segunda vida”, preocupada por lo “común” casi en oposición a lo “propio”.

Pero ante todo, la ciudad-estado griega, la polis, era donde tenía lugar dos actividades que se consideraban propiamente humanas, las más elevadas, y que trascendían el dominio de las necesidades animales: la “acción” (praxis) y el discurso (lexis). La acción es la capacidad, exclusivamente humana, de iniciar algo nuevo, inédito, por sí mismo. Lo nuevo siempre se da en oposición a las abrumadoras desigualdades de las leyes estadísticas y de su probabilidad que, para todos los fines prácticos, son certeza. Lo nuevo siempre aparece en forma semejante al milagro. Y el hombre sólo es capaz de iniciar algo porque él mismo ya ha sido iniciado en el mundo con el nacimiento: la acción responde a la natalidad como condición básica del hombre. Es imposible contener esta iniciativa posible, que se inicia en el nacimiento, y seguir siendo humano: por ello la acción (a diferencia de la labor reproductiva) es propiamente humana. Esto nuevo que se inicia en la acción es siempre inesperado. Del hombre como ser capaz de acción, cabe esperar lo inesperado. Por otro lado, a través del discurso, el hombre se identifica y reconoce como actor, anuncia lo que hace, lo que ha hecho y lo hará.

En el discurso se manifiesta la singularidad del hombre en cuanto y con ello el hecho, correlativo, de la pluralidad humana. En el discurso, al igual que en la acción, el hombre revela y descubre quién es, su unicidad, su carácter irrepetible. No comunica simplemente información relevante para coordinar una acción. Esta cualidad de revelar al agente junto con el acto sólo es posible en la esfera pública, en el intercambio humano. El discurso es, en cierto sentido, más fundamental que la acción, pues lo político consistía justamente en una forma de vida que prescinde de la violencia y de la fuerza. Además, la contestación o replica a los golpes y a la fuerza con las palabras oportunas en el momento oportuno, es considerada por los griegos una forma de grandeza y, por tanto una forma de acción. La fuerza y el mando operan en el hogar (y entre los bárbaro, entre los orientales) no en la polís. La pura violencia es muda, por ello no puede alcanzar la excelencia propiamente humana. Pero el discurso no se trata simplemente de la persuasión en lugar de la fuerza, sino más bien de la forma propiamente humana de relacionarse con lo que ocurre y con lo que se hace. Ser capaz de discurso y tener una vida política eran considerados equivalentes: la primera preocupación de los ciudadanos es hablar entre sí.

La esfera pública era el único lugar donde los hombres podían averiguar real e invariablemente quiénes eran. Alcanzar este descubrimiento era el sentido fundamental de la libertad. No se trataba de un descubrimiento de orden teórico, sino que el descubrimiento de sí era una y la misma cosa con llegar a ser perfecta y acabadamente sí mismo. Pero llegar a ser perfectamente sí mismo es lo mismo que alcanzar la excelencia. Y, de hecho, destacarse, sobresalir, la búsqueda de la excelencia eran los objetivos propios de la esfera pública. Por ello, si bien lo público es entendido como una interacción entre iguales, es también, especialmente para los griegos, un espacio esencialmente agonal: todo individuo tenía que demostrar con acciones únicas o logros que era el mejor. La propia excelencia se ha asignado para siempre a la esfera pública, donde cabe sobresalir, distinguirse de los demás: toda actividad desempeñada en público puede alcanzar una excelencia nunca igualada en privado, la excelencia requiere de la presencia de otros y dicha excelencia exige la formalidad de un público. Ese público, si ha de ser condición de la auto-manifestación, debe constituido por los pares de uno y nunca por la casual presencia familiar de los superiores o inferiores a uno.

La revelación del “quién” mediante el discurso y el establecimiento de algo nuevo a través de la acción, cae siempre dentro de la ya existente trama donde pueden sentirse sus inmediatas consecuencias. La esfera de los asuntos humanos está formada por la trama de relaciones humanas que existe dondequiera que los hombres viven juntos. Debido a esta ya existente trama de relaciones humanas, con sus innumerables y conflictivas voluntades e intenciones, la acción siempre realiza su propósito revelador. Por ello, también se debe a este medio, sólo en el cual la acción es real, que la acción “produzca” historias con o sin intención de manera tan natural como la fabricación produce cosas tangibles. Luego, aunque todo el mundo comienza su vida insertándose en un mundo humano mediante la acción y el discurso, nadie es autor o productor de la historia de su propia vida.

Las historias, resultados de la acción y el discurso, revelan a un agente, pero este agente no es su autor o productor. Alguien comenzó su historia y es su protagonista, es actor y paciente, pero nadie es su autor. La historia debe su existencia a los hombres, pero no es “hecha” por los hombres —ni por nadie, a diferencia de una historia ficticia. Sólo podemos saber quién es o era alguien conociendo la historia de la que es su héroe, su biografía, en otras palabras; todo lo demás que sabemos de él, incluyendo el trabajo que pudo haber realizado y dejado tras de sí, sólo nos dice cómo o qué es o era. Por esto mismo, el “héroe” que descubre la historia no requiere cualidades “heroicas”.

El “héroe” en su sentido original homérico es sólo el nombre dado al hombre libre que participaba en la empresa troyana y sobre la cual se podía contar una historia. El valor o su audacia consistía en la voluntad de actuar y de hablar, de insertar el propio yo en el mundo y comenzar una historia personal. Este valor está ya presente al abandonar el lugar oculto y privado, y mostrar quién es uno, al revelar y exponer el propio yo. Ello no tiene que ver con el valor de encarar o sufrir las consecuencias de los propios actos: el alcance del valor original no es menor si el “héroe” es un cobarde. Esto da origen a una distinción interna a la especie humana: entre quienes buscan la fama inmortal a las cosas mortales, y quienes se satisfacen con los placeres naturales y que, siendo hombres, viven como animales. Debía abandonarse la cobijada vida doméstica y asumir el riesgo, no sólo de muerte física, sino de fracasar y obtener, en lugar de la fama, el desprestigio, la humillación. Pero ambos peligros están conectados: el excesivo apego a la propia vida, es señal de servidumbre. El valor era la virtud política por excelencia y la condición de pertenencia a asociación política, cuyo propósito y contenido trasciende la mera unión impuesta a todos por los apremios de la necesidad.

La audacia y el valor que supone la acción se debe a que la revelación del “quién” casi nunca puede realizarse como un fin voluntario, como si uno poseyera y dispusiese de este “quién” de la misma manera que puede hacerlo con sus cualidades. Por el contrario, es más probable que el “quién”, que se presenta tan claro e inconfundible a los demás, permanezca oculto para la propia persona, como el daimon (= daimon) de la religión griega, que acompañaba a todo hombre a lo largo de su vida, siempre mirando desde atrás por encima del hombre del ser humano y por lo tanto sólo visible a los que estaban enfrente. Uno nunca sabe “quién” se revela o descubre cuando uno se descubre a sí mismo en la acción o en la palabra: voluntariamente se ha de correr el riesgo de esa revelación. La acción descubre al agente junto con el acto, por ello necesita de la brillantez de la gloria, de la esfera pública.

El pleno significado de la historia sólo se revela cuando ha terminado, con la muerte de los actores. Se revela plenamente sólo al narrador, y lo que cuenta el narrador a menudo ha quedado oculto para el propio actor, atrapado como está en la acción o en sus consecuencias. Es el historiador, no el actor, quien “hace” y capta la historia. Esto implica que, en la acción y el discurso, se revela el yo de uno sin conocerse a sí mismo, ni poder calcular de antemano quién se revela. Por ello los griegos decían que nadie puede llamarse “feliz” (eudaimon) antes de su muerte. La felicidad era para ellos un estado permanente, no pasajero, de bienestar del daimon que presta identidad y acompaña a cada hombre a lo largo de su vida pero que sólo es visible y aparece a los demás. Esta identidad que se revela sólo puede conocerse y hacerse tangible como una historia, una vez que la vida ha terminado.

Conscientes de esto, los griegos sabían que, quienquiera que quisiera tener “fama inmortal” dejando tras de sí una historia y una identidad, debía elegir una vida breve y una muerte prematura. Sólo el hombre que no sobrevive al acto supremo en el que desea resumir su vida, es el indisputable dueño de su identidad y posible grandeza: el precio de la felicidad es la muerte, renunciando a la continuidad del vivir en que nos revelamos gradualmente y nos retiramos de las posibles consecuencias de la acción. Ante todo, la polis fue, para los griegos, al igual que la res publica para los romanos, su garantía contra la futilidad de la vida individual. El espacio protegido contra esa futilidad, y reservado para la relativa permanencia.

De este modo, el espacio público, la polis era el medio eminente por el cual los hombres alcanzaban la inmortalidad. La inmortalidad es vida sin muerte pero en esta Tierra, en este mundo, de manera que inmortalidad es distinta que la eternidad. Los dioses y la naturaleza eran pensados como inmortales porque no morían y se reproducían constantemente. Lo inmortal no es lo eterno, que es ya una invención filosófica. La mortalidad propiamente humana no dice relación con el acabamiento biológico de la vida, sino con la finitud de la propia biografía individual. Ello contrasta con la cíclica reproducción de la vida animal y natural en general, y tiene perfecta consonancia en el contraste culturalmente construido entre la vida política en el espacio público y la mortalidad de la vida natural del hombre en el ámbito natural de lo doméstico. Los humanos a diferencia de los animales, pueden producir cosas y realizar acciones que merezcan ser imperecederas, que dejen huellas imborrables: a través de tales cosas los mortales encuentran su lugar en el cosmos inmortal. La inmortalidad significa entonces la gloria, entendida como elevación por sobre la condición corriente y cotidiana del hombre, llevar una vida extraordinaria, destacarse por sobre los demás.

La polis y lo público en general se construyen así a partir de un fenómeno más fundamental que es el espacio de aparición. Lo que aparece en lo público puede verlo y oírlo todo el mundo y tiene la más amplia publicidad posible. Para nosotros los seres humanos, la apariencia —en cuanto que aparición, en cuanto que algo que ven y oyen otros— constituye la realidad. Comparada con la realidad de lo visto u oído, incluso las mayores fuerzas de la vida íntima (pasiones del corazón, pensamientos, delicias de los sentidos) llevan una incierta y oscura existencia hasta que adquieren una forma adecuada a la aparición pública: por ejemplo, en la narración de historia y en el arte. La presencia de otros que ven lo que vemos y oyen lo que oímos nos asegura de la realidad del mundo y de nosotros mismos. La esencia de lo público-político radica en el “compartir palabras y actos”. Éste cobra existencia siempre que los hombres se agrupan por el discurso y la acción, y por lo tanto, precede a toda formal constitución de la esfera pública y de las varias formas de gobierno u organización de la esfera pública. La cualidad reveladora de acción y discurso se hace patente así en lo que podríamos llamar la mera “contigüidad humana”. En tal contigüidad, los hombres están con otros sin estar a favor o en contra de otros. Por lo mismo, cuando el poder del discurso y de la acción se eclipsa, la acción se percibe como medio (violento) para un fin, no revela al agente y el discurso se convierte en “cháchara”.

Pero no todo espacio de aparición constituye un espacio público. El mundo privado familiar es también un posible “espacio de aparición”. Sin embargo, la realidad de la esfera pública radica en la simultánea presencia de innumerables perspectivas y aspectos en los que se presenta el mundo común, y para el que no cabe inventar medida o denominador común. Pues, si bien el mundo común es el lugar de reunión de todos, quienes están presentes ocupan diferentes posiciones en él, y el puesto de uno puede no coincidir más con el de otro que la posición de objetos. Ser visto y oído por otro deriva su significado del hecho de que todos ven y oyen desde un posición diferente. Este es el significado de la vida pública, comparada con la cual, incluso la más rica y satisfactoria vida familiar sólo puede ofrecer la prolongación o multiplicación de la posición de uno sólo. Cabe que la subjetividad de lo privado se prolongue y multiplique en una familia, incluso que llegue a ser tan fuerte que su peso se deje sentir en la esfera pública. Pero nunca puede reemplazar a la realidad que surge de la suma total de aspectos presentada por un objeto a una multitud de espectadores. Sólo donde las cosas pueden verse por muchos en una variedad de aspectos, y sin cambiar de identidad, de manera que quienes se agrupan alrededor sepan que ven lo mismo en total diversidad, sólo ahí aparece auténtica y verdaderamente la realidad mundana de lo público.

En el pensamiento de Arendt resuena con fuerza el discurso fúnebre de Pericles, transmitido por Tucídides: “No necesitamos ni a un Homero que haga nuestro panegírico, […] Por todos los mares y por todas las tierras se ha abierto camino nuestro coraje, dejando aquí y allá, para bien o para mal, imperecederos recuerdos. […] La tumba de los grandes hombres es la tierra entera: de ellos nos habla no sólo una inscripción sobre sus lápidas sepulcrales; también en suelo extranjero pervive su recuerdo, grabado no en un monumento, sino, sin palabras, en el espíritu de cada hombre.”

En virtud de lo anterior, el espacio de lo público es el espacio de la exposición, a veces despiadada, en el que cosas y hombres están a la vista de todos. Hay muchas cosas que no puede soportar la implacable luz de la constante presencia de otros en la escena pública: aquí únicamente se tolera lo que es considerado apropiado, digno de verse u oírse. Lo inapropiado se convierte automáticamente en asunto privado. Esto no significa que no haya cosas apropiadas que sólo puede existir en privado: el amor, que se pervierte en su publicación. Lo inapropiado de lo público, sin embargo, puede tener su encanto o atractivo: el encanto de las pequeñas cosas. Y esto encantador e inapropiado puede ser tanto extraordinario y contagioso que lo adopte todo un pueblo, aún mintiendo su carácter privado.

La polis tiene entonces primariamente el sentido de formalizar y estabilizar un espacio de aparición. Ello permite que los hombres realicen de forma permanente, aunque bajo ciertas restricciones, lo que de otro modo sólo hubiera sido posible como empresa extraordinaria e infrecuente y al precio de abandonar sus hogares totalmente (por ejemplo, guerra de Troya). La polis multiplica así las oportunidades de alcanzar “fama inmortal”, para mostrar su unicidad y distinción a través de la palabra y la acción. La polis griega hizo de lo extraordinario el objetivo de su cotidianeidad. Pero esta función sólo puede cumplirse en la medida que la ciudad ofrece un remedio para la futilidad e “improductividad” de la acción y del discurso: garantiza, a quienes buscan la excelencia en la revelación de sí y el imperecedero recuerdo del quien, la perpetuación de la realidad del ser visto u oído, del aparecer en público. La polis era una especie de recuerdo organizado —podía incluso prescindir del arte de los poetas. La polis es, entonces, antes que su situación física, la organización de la gente tal como surge del actuar y vivir juntos. En virtud de la oportunidad de inmortalidad que la polis brindaba, cada uno de sus miembros deseaba compartir la carga de la jurisdicción, defensa y administración.

El mundo como una comunidad de cosas que agrupa y relaciona a los hombres entre sí, depende por entero de la permanencia. Un espacio público no se puede establecer para una generación ni planearlo sólo para los vivos, sino que debe superar el tiempo vital de los mortales. Pero el mundo común sólo puede sobrevivir al paso de las generaciones en la medida en que aparezca en público: la publicidad es lo que puede absorber y hacer brillar a través de los siglos cualquier cosa que los hombres quieran salvar de la natural ruina del tiempo. Los hombres entraban en lo público porque deseaban que algo suyo o algo que tenía en común con los demás fuera más permanente que su vida terrena. Ni la educación, ni el talento, ni la ingeniosidad, pueden reemplazar a los elementos constitutivos de la esfera pública, que la hacen el lugar propicio para la excelencia humana.

La durabilidad del mundo común tiene como condición fundamental productos del trabajo —distintos a los productos de la labor. La realidad y confiabilidad del mundo descansa en el hecho de que estamos rodeados de cosas más permanentes que la actividad que las produce y potencialmente más permanentes que las vidas de sus autores. Para convertirse en cosas mundanas, acciones, pensamientos y discursos deben: a) ser vistos u oídos; b) recordados; c) transformados en cosas, en rimas poéticas, en página o libro impreso, en cuadro o escultura, en todas las clases de memorias, documentos y monumentos. Por otro lado, este plexo de artefactos y productos sólo constituye un mundo común, y no una aglomeración caótica de objetos, si es el escenario y el intermedio de las palabras y acciones compartidas.



[1] Así distingue Aristóteles tres grandes tipos de existencia (bios bíos, por oposición a zhn, zen, vivir animal, de donde viene “zoológico”) posibles para un hombre libre, o existencia propiamente humanas: podían gozar de la belleza corporal y los placeres, podían dedicarse a producir bellas y notables hazañas (vida política), o dedicarse a la contemplación e investigación de la belleza eterna del orden natural (vida teórica). Es importante destacar que este catálogo de vidas posibles, entre las que el hombre podía elegir libremente, excluía la vida de trabajo productor del artesano y del campesino, así como la vida adquisitiva propia del mercader. El tipo de vida contemplativo es un desarrollo más tardío de la cultura antigua. Pero incluso en este sentido, se hace patente la vida del hombre libre de las necesidades biológicas no era un vida ociosa en el sentido de una vida de pereza o descanso.

miércoles, 25 de junio de 2008

Pasajes

depósito de citas sobre el espacio público


De Nomos de la Tierra

Carl Schmitt

“La palabra griega para aquella primera medición en la que se basan todas las mediciones ulteriores, para la primera toma de la tierra como primera partición y división del espacio, para la partición y distribución primitiva es: nomos. Esta palabra, comprendida en su sentido original referido al espacio, es la más adecuada para tomar conciencia del acontecimiento fundamental que significa el asentamiento y la ordenación. […] La anulación del sentido primitivo es originada por una serie de distinciones y antítesis. Entre estás, la más importante es la contraposición entre nomos y fusis [expresión griega que los latinos tradujeron como natura], en virtud de la cual el nomos se convierte en un deber impuesto, que se separa del ser y se afirma frente al mismo. […] La palabra nomos no indica originalmente, en modo alguno, una mera disposición en la que pudieran separase el ser y el deber y dejar de tenerse en cuenta la estructura espacial de la ordenación concreta.

[…] Nomos, en cambio, procede de nemein, una palabra que significa tanto “dividir” como también “apacentar”. El nomos es, por tanto, la forma inmediata en la que se hace visible, en cuanto al espacio, la ordenación política y social de un pueblo, la primera medición y partición de los campos de pastoreo, o sea la toma de la tierra y la ordenación concreta que es inherente a ella y se deriva de ella. Nomos es la medida que distribuye y divide el suelo del mundo en una ordenación determinada, y, en virtud de ello, representa la forma de la ordenación política, social y religiosa. Medida, ordenación y forma constituyen aquí una unidad espacial concreta. En la toma de la tierra, en la fundación de una ciudad o de una colonia se revela el nomos con el que un estirpe o un grupo o un pueblo se hace sedentario, es decir, se establece históricamente y convierte a un trozo de tierra en le campo de fuerzas de una ordenación.


[…] Sobre todo puede considerarse al nomos como una muralla, puesto que también la muralla está basada en asentamientos sagrados. El nomos puede crecer y multiplicarse como la tierra y la propiedad: de un solo nomos divino se “nutren” todos los nomoi humanos. […] esta palabra no debe perder vinculación con un acontecimiento histórico, con un acto constitutivo de ordenación del espacio. […] El nomos en su sentido original es precisamente plena ‘inmediatitud’ de la fuerza jurídica no atribuida por leyes [esto es muy nazi….]; es un acontecimiento histórico constitutivo, un acto de legitimidad, que es el que da sentido a la legalidad de la mera ley […] Todas las regulaciones ulteriores, escritas o no escritas, toman su fuerza de la medida interna de un acto primitivo constitutivo de ordenación del espacio. Este acto primitivo es el nomos. Todo lo posterior son consecuencias o ampliaciones o bien nuevas distribuciones, es decir, una continuación sobre la misma base o bien modificaciones disolutivas del acto constitutivo de ordenación del espacio que representa la toma de una tierra, la fundación de una ciudad o la colonización.


[…] Mientras la historia del mundo no esté concluida, sino que se encuentre abierta y en movimiento, mientras la situación aún no esté fijada para siempre y petrificada, o expresada de otro modo, mientras los hombres y los pueblos aún tengan un futuro y no sólo un pasado, también surgirá, en las formas de aparición siempre nuevas de acontecimientos históricos universales, un nuevo nomos. […] No todas las ocupaciones de tierra representan un nomos, pero, por el contrario, el nomos siempre comprende en nuestro sentido un emplazamiento y una ordenación relativa al suelo”.


De Escombros
Martin Cerda

Paseo sin paseantes

Las Últimas Noticias, sábado 6 de diciembre, 1989, p. 7

Está hoy de moda convertir algunas calles céntricas en paseos. Lo idea edilicia es, en principio, saludable, grato o, si se quiere. “buena”, pero le faltó, sin embargo, algo importante para ser operativo: el “alma”, ánimo o espíritu paseante. No basta, en efecto, que los paseos estén llenos de gente que transita, vitrinea, conversa y se tropieza para que exista dicho ánimo o “alma”.

Pasear es, en verdad, una disposición sui generis que no siempre es posible en las calles, parques o plazas de nuestros días. Más bien, en todos partes, ocurre lo contrario: la gente que llenó las calles sólo se desplazó movida por algún objetivo concreto, o deambuló ensimismada, náufraga, crispada por el tedio, la tristeza o la amargura. Cuando en 1913 el joven Walter Benjamín visita por vez primera París, descubrió algo que jamás le habían ofrecido las avenidas y las calles de Berlín: el arte de la flanerie, el placer de errar a su guisa, el entusiasmo de pasear por la calle.

Algo he escrito sobre este asunto.

Hace treinta años, en medio del ruido horrible que hacían los tranvías, se podía encontrar en el ahora Paseo Ahumada a innumerables personas que no hacían otra cosa que dar un paseo; señoras elegantes, políticos archiconocidos, escritores célebres, “viejos verdes” y figurones de todos los pelajes. Algunos de ellos se congregaban diariamente en lugares determinados: el Banco de Chile, lo esquina de la Ville de Nice o las puertas del Roxy. Había algo de espectacular en todos ellos —los quevedo de Préndez Saldías, el chambergo de Julio Martínez Montt y los toperoles de Raúl Marín Balmaceda— y sus siluetas formaban parte de eso que Teófilo Cid llamó certeramente el “ritual de la calle Ahumada”.

Esa escena estaba, sin embargo, señalando el ocaso de una época de la vida nacional. Una época que, con sus altibajos, se venía arrastrando desde comienzos de siglo, y que consistía, en último trámite, en un gestuario complejo, algo teatral, pero que traducía, con alguna exactitud, los impulsos más arraigados de nuestra burguesía liberal. Hoy está de moda condenar (o, más exactamente, desfigurar, tergiversar) esa época en que los Presidentes de Chile podían pasearse por las calles sin otro protección que el respeto de la ciudadanía.


Estoy sentado en un banco del Paseo Ahumada, veo pasar mucho gente, pero, en verdad, no veo pasear a nadie.

Calles

Las Últimas Noticias, sábado 15 de diciembre, 1989, p. 5

El pulso de las ciudades se toma en la calle. Siempre fue así: en Atenas y en Roma, en Florencia y en Sevilla, en Ciudad de México y en Caracas. Durante la Edad Media, la vida cotidiana fue estrecha convivencia en la calle, el mercado y la iglesia: gesto gregario, vida callejera, pública escena (y, por ende, representación y, algunas veces, parodia). Sólo a partir del siglo XIX —como lo advirtió perspicazmente Walter Benjamín— el burgués parisiense se instituyó en hombre privado.

La significación de lo calle ha ido variando.

Villon, la novela picaresca, Lope de Vega (en parte por lo menos), Balzac y Baudelaire son eslabones de un largo rumor callejero: gestuario urbano. Otro tanto lo son Goya, Kubin y Gutiérrez Solana. Baudelaire —decía Sartre (Baudeloire, p. 222)— limitó la “geografía de su existencia” al laberinto callejero parisiense del siglo XIX. De ahí la atracción que ejerció sobre Walter Benjamín, parisófilo incurable.

Benjamín hizo de la calle un motivo recurrente de sus ensayos. Lo hizo en las estampas que componen Infancia en Berlín alrededor de 1900, en sus descripciones de Nápoles, Moscú y Marsella y, sobre todo, en su fallido libro París, capital del siglo XIX. El filósofo Ernst Bloch reunió, en Trazos, una serie de “manchas” urbanas que merecen ser retenidas por su penetración y elegancia. Ortega concibió su Estética en el tranvía mientras rodaba por la madrileñísima calle de Fuencarral. El genial (y algo olvidado) Ramón Gómez de la Serna hizo de la calle una veta inagotable.

Yo contraje el gusto por la vida callejera en mi nativa Antofagasta: aire salobre, rostros requemados por un sol implacable, estirpe portuaria (y, por lo tanto, cosmopolita), muchachas onduladas por el trópico. Luego mis largos años en el Caribe. Calles húmedas, asoleadas, palabreras y sonrientes. Vida estremecida por una oscura (y alegre) filiación africana. La calle está hecha de gestos. Esa hermosa mulata que camina es un sistema gestual y ella lo sabe y enfatiza.

Entre mis amigos figuran algunos grandes callejeros. Tres muertos que recuerdo con tristeza: Teófilo Cid, Sebastián Salazar Bondy (Lima la horrible) y Héctor A. Murena. Entre los vivos, Pierre de Place, Eddy Simons y Baica Dávalos. Nietzsche sostenía que las mejores ideas siempre vienen caminando, y lo vida, después de todo, es pura itineroncia.

Si tuviese que tomarle el pulso a nuestra apobreteada Cartagena, lo haría reteniendo el nombre de una de sus calles: Suspiros.

La ciudad geométrica

Las Últimas Noticias, jueves 27 de abril, 1978, p. 5

Cada revolución se ha propuesto, en última instancia, sustraer al hombre de la servidumbre del azar, ensayando reconstruir la sociedad de acuerdo a un modelo utópico de “ciudad”. Este propósito se encuentra no sólo en el expreso ideario de sus actores —declaraciones, discursos, escritos y consignas— sino, además, en el “lenguaje” de sus formas arquitectónicas, pictóricas, mobiliarias, vestimentales y gastronómicas. Se podría, en efecto, estudiar la historia de cada una dé estas formas, como microrritmos de cada proceso revolucionario.

“En las obras de arquitectura —escribla Quetremere de Quincy en 1798— nos agrada la grandeza de las masas (...). El hombre se enorgullece de sentirse pequeño frente a la obra de sus manos, porque le place la idea de su fuerza y poder”.

Es fácil reconocer en este párrafo de uno de los teóricos de la arquitectura revolucionaria el fraseo previo del optimismo antropológico de la Ilustración. En los grandes proyectos arquitectónicos de Boullóe, Ledoux y Poyet —como lo ha mostrado Jean Starobinski en un estudio notable—, no sólo se proponía el perfil utópico de una ciudad geométrica, sino, asimismo, se insinuaba, constantemente, una figura de hombre consonante con ella. Ambas dimensiones prolongaban el pensamiento ilustrado del siglo XVIII.

“La ciudad de los hombres —anotaba Paul Hazard resumiendo ese pensamiento— se construiría según líneas sencillas, una vez destruidas las arquitecturas desordenadas que cubrían la tierra (..). En un suelo allanado levantaría sus construcciones lógicas”.

Pero fiat ventas, pereat vita.

El anhelo utópico de una ciudad geométrica en la que estarían excluidos el azar, el caos o la incertidumbre, no tardó en secretar, al ser ensayado, sus propias sombras.

El orden luminoso, casi solar, de una razón omnímoda e ilimitada, terminó levantando, en el centro simbólico de París, un patíbulo múltiple, como si el Terror fuese el reverso obligado de todo intento de geometrizar el pulso incierto e inconcluso de la vida.


Divagaciones urbanas

Las Últimas Noticias, Sábado 20 de diciembre, 1980, p. 7

Confieso que la actual “comercialización” de algunos barrios y calles de Santiago suele sacarme de las casillas. Confieso, asimismo, que este ademán irritado es, en cierto modo, un gesto algo réactionaire. El desarrollo de toda ciudad moderna no es, después de todo, sino un producto del crecimiento del mercato, del proceso económico o, coma decía Werner Sombart, de la acumulación capitalista. Y, sin embargo, estimo legítima mi irritación por más de una razón.

El “progreso urbano” suele, en efecto, enmascarar operaciones financieras fríamente calculadas. Se bota un edificio, se demuele un barrio, se retraza una avenido, se lotea un predio periférico no tanto para solucionar un problema poblacional sino, en verdad, para obtener tal o cual beneficio. Esta ha ocurrido ya en lo historia de la mayor parte de las ciudades europeas y americanas. No se trata de construir una ciudad habitable sino, más bien, una ciudad rentable.

No siempre, sin embargo, los pobladores se dejan manipular pasivamente. Hace cuatro años, siendo gobernador de Caracas mi amigo Diego Arria, los habitantes del tradicional barrio (o parroquia) de La Pastora ocuparon masivamente las calles e impidieron los inicios de la remodelación de esa grata barrioda caraqueña. Gesto posiblemente utópico, pero, a la vez, encomiable en un continente, como el nuestro, donde la condición suele disfrazarse de “progreso”.

He visto, en estos últimos años, destruir, deformar o alterar barrios enteros en distintas ciudades de América. El Paraíso, sin duda el más hermoso barrio de Caracas hasta los años cincuenta, ha sido sistemáticamente demolido, afeado y entristecido. Otro tanto he visto hacer en Viña del Mar, Valparaíso y Santiago.

Si el desarrollo de toda ciudad moderna ha sido, durante los últimos siglos, un producto del crecimiento del mercato, cada cambio de ciclo económico ha determinado, asimismo, el destino, la frustración o lo muerte de muchas de ellas. No sólo pienso en Brujos, Venecia o Poitiers sino, asimismo, en ciudades como Copiapó, Valdivia y, sobre todo, Valparaíso. Son sólo fantasmas de lo que fueron.



miércoles, 18 de junio de 2008

Boletín Microrreflexivo de ONG Factoría

Bienvenid@s al boletín digital del así llamado “departamento de estudios” de ONG Factoría (www.factoriasurbanas.cl), destinado a discutir sobre el espacio público a partir de los proyectos de intervención realizados por la organización. También es la plataforma de comunicación de los proyectos del propio departamento de estudios. En fin, está abierto a consideraciones y consignas de variada índole.

materiales para una ideología de ONG Factoría

Hay cierta inquietud sobre los valores de la institución, pero no parece necesario entrar en pánico y a veces es bueno dejar que la práctica preceda a la reflexión. Mal que mal, como ya dijo un caballero de barbita (que no es Dios), la humanidad sólo se plantea problemas que puede resolver. Hay ciertos contornos que se deben ir afinando en conjunto. Se puede adelantar que, como observó ya Mara, respecto de las definiciones de lo público falta abordar la conflictividad como un elemento constitutivo.

BASES CONCEPTUALES PARA PROYECTOS ONG FACTORÍA

La historia de ONG Factoría está vinculada a proyectos de diseño participativo en espacios públicos. Respetando ese origen histórico, pero ampliando el alcance de nuestros futuros proyectos, podemos abstraer algunas ideas fundamentales contenidas en nuestra experiencia e interpretación del “diseño participativo”:

Diseño = def. Proceso reflexivo que tiene como finalidad la producción de artefactos, representaciones, espacios o instituciones a través de una red de procesos que incluyen la captura, manipulación, generación y comunicación de conocimiento práctico o discursivo. Este proceso ofrece respuestas a una estructura de requerimientos o constricciones predeterminadas y externas a él mismo.

1. El diseño como una política por otros medios, pero más en general, el interés por otros medios de hacer política o como una política de los medios. Esto implica reconocer una estructura de constreñimientos históricos pre-determinadas a cualquier acción en el ámbito público.

2. Considerando el diseño como una trama de procesos o actividades cuyos productos son sus manifestaciones temporales, rescatamos la participación o coautoría en tales procesos de aquellos que se ven afectados por el producto.

3. El diseño participativo es una metodología de trabajo que no está necesariamente dirigida hacia lo público, pero nuestra ONG tiene como objetivo trabajar en tal ámbito de lo público. ¿Qué es lo público? A partir de las investigaciones de Hannah Arendt sobre las transformaciones históricas de éste concepto, podemos identificar contenidos básicos que demarquen el ámbito de trabajo de la ONG:

Publicidad. Todo lo que aparece en público, puede verlo y oírlo todo el mundo y tiene la más amplia publicidad posible. Para nosotros (los modernos), la apariencia —algo que ven y oyen otros al igual que nosotros— constituye la realidad.

Identidad en la diversidad. Ser visto y oído por otros deriva su significado del hecho de que todos ven y oyen desde una posición diferente. Sólo donde las cosas pueden verse por muchos en una variedad de aspectos y sin cambiar su identidad, de manera que quienes se agrupan a su alrededor sepan que ven lo mismo en total diversidad, sólo allí aparece auténtica y verdaderamente la realidad mundana.

Ámbito de actividad compartido. El propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él. Este mundo, sin embargo, no es idéntico a la Tierra o a la naturaleza, como el limitado espacio para el movimiento de los hombres y la condición general de la vida orgánica. Más bien está relacionado con los objetos fabricados por las manos del hombre, así como con los asuntos de quienes habitan juntos en el mundo hecho por el hombre.

Permanencia. Si el mundo ha de incluir un espacio público, no se puede establecer para una generación y planearlo sólo para los vivos, sino que debe superar el tiempo vital de los hombres mortales. La publicidad es lo que puede absorber y hacer brillar a través de los siglos cualquier cosa que los hombres quieran salvar de la natural ruina del tiempo.